Farmaquis Herpetón
El desierto casi me mata, pero ¿qué era un poco de insolación comparado con esto? Mi cometido estaba cumplido. Allí, semienterrado como un mal secreto, estaba el tesoro más grande del Clan Alacrania: la cabeza petrificada del fundador de los 8000. Tomé mi teléfono y, sin dudar, marqué por primera vez un número que tenía memorizado desde hacía largo tiempo. Al otro lado respondieron de inmediato.
—Lo he encontrado —indiqué en tono serio, incluso amenazante.
—¿Tu nombre es Farmaquis, no es verdad? —replicó una voz masculina con un aire quizá demasiado amistoso.
—Habla Madame Herpetón —repliqué secamente.
—Ja, ja, muy bien, belleza. En breve enviaré un equipo a tus coordenadas. Buen trabajo, serás recompensada.
Y colgó. Su tono, tan irritantemente informal, violaba cada protocolo del Clan. O era un idiota que no sabía con quién hablaba, o era alguien tan por encima de mí que las reglas ya no le importaban. Me incliné por lo segundo. Pero la palabra «recompensa» sí la entendí. Era el único lenguaje que nunca fallaba. Desde que pertenezco al Clan solo la habían mencionado otro par de veces y, en ambas ocasiones, algo bueno me había ocurrido.
Mientras esperaba el helicóptero que no venía por mí, sino por mi trofeo, sentí que el aire vibraba sobre la arena y el silencio era tan denso que casi podía masticarse. En ese vacío, los recuerdos siempre encuentran una forma de colarse, como escorpiones buscando la sombra.
Yo era bastante joven. Acababa de graduarme en la facultad de contaduría y había cumplido todos los requisitos para ejercer. Conseguí de inmediato una serie de empleos en los que di todo de mí, solo para quedar desempleada en menos de seis meses, una y otra vez. Luego vino la sequía: nadie quería darme trabajo. La competencia era tal que las empresas podían recibir diez mil hojas de vida para una sola plaza.
En aquellos días, las mejores ofertas aparecían en la prensa escrita, en la edición dominical: «Importante compañía multinacional requiere auxiliar de contabilidad con diez años de experiencia y manejo de SAP (y diez mil requisitos más). No mayor de 30 años. Enviar hoja de vida al apartado aéreo 666».
Cada fin de semana preparaba al menos diez sobres de manila con mis datos y los lunes los depositaba a primera hora en el correo, operaciones que drenaban poco a poco mi mermada economía. A veces recibía llamadas de recursos humanos para una entrevista, a la cual asistía impecable, muy profesional. A veces lograba pasar a una segunda fase con un jefe de área, y quizá hasta a un examen. Pero nunca conseguía el empleo.
Hasta que llamaron ellos: La Corporación Ponzoñi. La entrevista con la jefa de «Adquisición de Talentos» parecía normal. Poco a poco, ella condujo la conversación hacia un diálogo amistoso y abierto, centrado en mi experiencia. Me dejé llevar.
—Veo que el mercado tradicional no ha sido justo contigo —me dijo—. Has dado lo mejor de ti, pero te volvían invisible o se robaban el crédito de tus ideas. Encontrarás que nosotros somos diferentes. Aquí vemos el potencial de nuestros asociados y buscamos que lo exploten al máximo. Queremos que cada individuo llegue lejos en la consecución de sus objetivos.
Aquella dama debió de ver en mí algo que los otros nunca vieron. Quedé encantada con el ambiente que reflejaban: opulencia, lujo, poder y un trato casi de ciencia ficción. Lo notaron y, antes de darme cuenta, ya tenía sobre la mesa una oferta con un salario que doblaba mis expectativas. En un solo día, mi suerte había cambiado para siempre.
Como siempre, hice mi trabajo de forma meticulosa y eficiente. Sentía que mis jefes realmente valoraban mi labor, confiándome poco a poco mayores responsabilidades. Unos seis meses después, mientras archivaba unas facturas —usábamos papel azul—, noté varios folios de color rosado. Cuando iba a examinarlos, apareció Zulema, la de Costos, y con gesto sonriente los tomó antes que yo.
—Oh, estas son de «Inversiones Ectrodactilia», no deberían estar aquí. Si un auditor las encuentra, se armaría un gran lío.
Y sin más, se las llevó y las traspapeló donde nadie pudiera encontrarlas.
Quedé intrigada. Me propuse investigar esas transacciones rosadas.
Un día, durante el paseo corto después del almuerzo, el señor Rojas me dijo, entre chiste y chanza, que me fijara solo en el papel azul, que ningún otro color existía en la empresa. No lo tomé como una amenaza, pero anoté mentalmente el comentario.
Ni bien llegué a mi cubículo, Zulema me informó de que el jefe quería hablarme de inmediato en su oficina, en privado.
La secretaria me hizo pasar. El jefe, tras su escritorio, me dirigió una sonrisa amable.
—Farmaquis, pasa, por favor. Siéntate.
Como me vio dudar, continuó:
—No te preocupes por «Inversiones Ectrodactilia». Es una doble contabilidad —dijo en tono suave—. Todo el mundo lo hace para bajar impuestos. El gobierno prácticamente se lleva todas nuestras ganancias. Comprenderás que esto es confidencial, ¿no?
Mi mente seguía en blanco, pero debajo del pasmo, algo más profundo hizo clic. No era miedo. Era claridad. Todas las entrevistas fallidas, los jefes mediocres, la frustración… El problema no era yo, era el sistema. Y este hombre, con su sonrisa tranquila, me estaba ofreciendo la llave para salir de la jaula. Mi lealtad no fue una decisión; fue la única conclusión lógica. Levanté la vista y, sintiendo el peso de cada sílaba, respondí:
—Entiendo, jefe. Tiene mi absoluta discreción.
Y lo logré. Fui escalando dentro de la compleja jerarquía alacránida, enterándome de un sinfín de maniobras y prácticas poco convencionales que engordaban no solo los bolsillos de la corporación, sino también los míos.
Fue entonces cuando lo comprendí. No éramos los malos; éramos los únicos lógicos en un sistema diseñado por parásitos. Gobiernos que llaman «impuesto» al robo y «regulación» a la extorsión. ¿Y los 10.000? Los perros guardianes de esa farsa, celebrados por mantener las rejas de la jaula bien pulidas. Mi odio hacia ellos no fue una decisión. Fue un despertar.
Mis recuerdos se desvanecieron, devolviéndome al presente. Allí estaba yo, después de tantos años, con mi pie sobre la cara del primer enemigo. Le escupí, mientras en el horizonte comenzaba a oírse el sonido rítmico de la hélice de un helicóptero.
Un equipo de paleontólogos al servicio del Clan Alacrania extraería la cabeza que yacía enterrada en el desierto y, gracias a mí, pronto sería colocada como trofeo en la sala del "Gran Líder Iluminado".
Para agosto de 2025 me he unido a la convocatoria de Vadereto, del blog "Acervo de Letras" conducido por José (JascNet).
SERIE LOS 10.000
II. Los Vigilantes
III. El invencible
IV. Pluvia Mayrit
V. Bilbo Bilua
VI. El subIntendente
VII. La montaña
Farmaquis Herpetón
El desierto casi me mata, pero ¿qué era un poco de insolación comparado con esto? Mi cometido estaba cumplido. Allí, semienterrado como un m...

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