En la remota Creta, el viento soplaba entre las rocas de la montaña, rodeando el pequeño caserío donde Pasífae, una mujer curtida por la vida rural, se retorcía en un catre desvencijado. Al otro lado de la habitación, Asteria, la comadrona más vieja de la comarca, removía con calma un cuenco de barro. Parecía completamente ajena a los gritos de la parturienta.
—¡Asteria, mi alma! —gritó Pasífae, sudando a mares—. ¡Que me va a reventar el chiquillo, haz algo!
Asteria, con la parsimonia de quien ha visto más partos que días soleados en Galicia, masculló mientras agitaba las hierbas.
—Tranquilita, mujer. A ver, que todo esto es parte del show. El parto va como tiene que ir, niña. Como decían los filósofos ... "lo que es, es". Aunque igual tú lo ves como lo que "no es", ¡que ya me entiendes!
Pasífae, perdiendo la paciencia, gruñó entre dientes.
—¡Ni sé de qué me hablas, Asteria! ¡Solo quiero que el crío salga sano!
Asteria se echó a reír, como si aquello fuera la petición más graciosa del siglo. Su risa, mezcla de carcajada andaluza y asturiana, resonó en la pequeña cabaña.
—¡Ay, hija, tú y tus expectativas! ¡Qué baja tienes la barra, muchacha! No sé si te han contao, pero resulta que Zeus me ha chivao un secretillo… ¡tu chiquilla es el humano número 10.000 millones!
—¿Cómo? —dijo Pasífae entre jadeos—. ¡Dios mío, que no me entere yo de más historias! ¡Yo lo que quiero es que sea normal!
—Normal, dice... —murmuró Asteria, limpiándose las manos en el delantal—. Pues ahí está el lío, reina mía. Hera se ha puesto celosona, ya sabes cómo es, y… bueno, le ha hecho un ajuste. Cosas de dioses, ya sabes.
Pasífae, sintiendo otra contracción feroz, intentó levantarse del catre.
—¡Un ajuste! —chilló—. ¡¿Qué tipo de ajuste?! No me digas que… ¡Ay, madre del amor hermoso, que me nace un monstruo!
—Hombre, "monstruo" es una palabra fea. A ver, digamos que va a nacer… un poco distinta. Hera le ha dado un toque bovino. Nada serio, ¿eh? Cabeza de vaca, cuerpo de persona. ¡Más original, imposible! Esto es como el pintxo de los bares del País Vasco, te esperas una tapa normal y te ponen algo que no sabes ni cómo comértelo.
—¡¿Cabeza de vaca?! —exclamó—. ¡Ay, Asteria, por lo que más quieras, no puedo tener una criatura así! ¡Zeus me perdone, pero con eso no puedo!
—Vamos, vamos, no seas exagerada, mujer. Que aquí, en este pueblillo, raritos somos todos. ¿Te acuerdas de Teseo, que no sale de casa sin la capa de torero? ¿O la de Dédalo, que jura que puede volar con alas de cartón? Anda, si al final la niña no desentonará tanto.
—¡Pero esto es una maldición! —gimió Pasífae—. ¿Qué va a ser de ella?
—Bueno, pues maldición, bendición, todo depende de cómo lo mires, reina. Si tú lo piensas, que tu hija sea la Minoayelada —que así se va a llamar, ya te aviso— es un hito, un hito histórico. ¡El humano 10.000 millones! Anda que no se va a hablar de ella en las ferias. "Mira, la niña que es medio ternera", dirán. ¡Y tú, su orgullosa madre, explicándolo en catalán y en vasco, para que todos te entiendan bien!
Pasífae gimió de nuevo, mientras una nueva contracción la hacía encorvarse.
—¡Ya viene, ya viene! —gritó, fuera de sí.
—Venga, va, vamos a recibir a la pequeñaja. Haz fuerza, Pasífae, ¡que esto no se hace solo!
Tras un último empujón y un grito final, el llanto del bebé resonó en la cabaña, aunque aquel sonido no era exactamente un llanto. Era más bien un... mugido. Asteria sonrió, y sin sorpresa alguna, levantó a la criatura.
—¡Ah, mírala, qué preciosidad! ¡La Minoayelada! —exclamó, con orgullo.
Pasífae, temblando, intentó mirar, pero cuando vio la cabeza de su hija, con dos cuernos diminutos y el hocico redondeado de una ternera, se desplomó sobre la cama.
—¡Dios santo! —susurró, entre lágrimas—. ¡Es una bestia!
—A ver, a ver, bestia no, que es tu hija. Y además, con esos cuernos tan monos, ya me la imagino adornada con flores para las fiestas del pueblo. Va a ser el alma de la feria, ya verás, txikita.
Pasífae, aún en shock, no podía apartar los ojos de su pequeña hija, mitad humana, mitad ternera. ¿Cómo iba a explicarlo? ¿Cómo iba a criar a una criatura así? Asteria, observando su expresión, le dio una palmada en la espalda.
—A ver, no te agobies. Esto es Creta, sí, pero en el fondo es como cualquier pueblillo de Andalucía o Cataluña. Aquí, todo el mundo tiene sus manías, y a la larga, se acostumbrarán. ¡Si te digo yo que la niña va a ser famosa!
—¿Famosa? —murmuró Pasífae, desconsolada—. ¿Famosa por ser un monstruo?
—Famosa por ser única, que no es lo mismo. Y cuando cumpla los dieciocho y vaya al pueblo, con su falda y sus cuernos bien bonitos, ¿qué más da lo que piensen los demás? Al final, en este pueblo, cada uno tiene lo suyo. Además, seguro que es buena ordeñando —añadió con una sonrisa pícara.
Pasífae soltó un sollozo, agotada, mientras Asteria le pasaba a la Minoayelada en brazos.
—Va a estar bien, Pasífae —susurró Asteria—La chiquilla se ve que tiene hambre, pero no le alistes el pezón, ya más adelante te diré que come este regalo de los Dioses.
Este relato participa en la convocatoria del 'Tintero de Oro' en homenaje a Miguel Delibes,
Modalidad fuera de concurso.