Sunday, June 16, 2024

Laberinto

— Mami, cuéntame otra vez la historia de la Minotaura — dijo la pequeña Yápije de escasos 4 años.

— No sé porque te encanta escuchar esa leyenda tan horrenda — replico su madre, la hermosa Alcipe.

— Me ayuda a dormir mamá.

— Muy bien, para empezar no es correcto llamarla Minotaura, pues la palabra implica a un Toro o macho y nuestra “villana” es más bien muy hembra.

— ¿Y cómo entonces debemos llamarla?

— Nadie lo sabe, es otro de los misterios de tan particular criatura.

— ¿Aún vive la Minotaura?

— Por supuesto, tu tia Metiadusa fue la que construyo el laberinto en donde se mantiene encerrada.

— ¿Y qué come?

Alcipe hizo cara como de querer evadir la pregunta, pensó por un largo rato que responder, pero al final dijo lacónicamente: "come niñas chiquitas, como tú".

Pero Yápije no la escucho, pues se había quedado profundamente dormida.

Alcipe arropo a su niña y dejo derramar una lágrima por su rostro, trato de poner sus pensamientos en orden y comenzó a reflexionar acerca de la historia de la Minotaura.

Lloraba porque conoció a la persona que ahora era un horrendo monstruo: Se trataba de la hermosa Reina Licasta, a la que las diosas maldijeron, juzgaron y condenaron.

Lloraba porque sabía que Licasta aún convertida en un ser con cuerpo de mujer y cabeza de Toro Uro, de algún modo u otro debería conservar algún recuerdo de su pasado.

Lloraba porque Licasta convertida en bestia, quizás no entendería el porqué de su situación.

Pero algo le decía que todo estaba perdido: Ser maldecida por las diosas era un asunto irreversible.

Lo que sabía acerca de la Minotaura eran los rumores de las encargadas de mantener el laberinto, se decía que la Minotaura era tan alta que una amazona adulta apenas le llegaba a la altura del ombligo. Había que alimentarla con cierta frecuencia, quizás un par de jóvenes atenienses al mes eran más que suficientes. "Cebar la vaca" era como le decían informalmente a los sacrificios rutinarios.

El laberinto es una serie de paredes muy altas, sin techo, no hay puerta de entrada ni de salida, la única manera de ingresar una “ofrenda” es bajarla desde lo alto con un lazo, y al poco tiempo la Minotaura aparece y le basta con darle un golpe suave pero certero en la cabeza al incauto, y luego la gente que se reune allí en lo alto, se queda en esa tribuna a ver como una vaca (que de ordinario se alimentan de hierbas), devora con ferocidad a su víctima. 

Dicen que un día habían ofrecido un joven tan hermoso que la Minotaura decidió no matarlo de inmediato debido a que el joven le hablo por un rato, las encargadas del laberinto, suponían que quizás el joven había logrado de algún modo cautivar el corazón de la solitaria bestia hambrienta, pero luego de escucharlo un buen tiempo decidió lanzarse sobre el desdichado y devorarlo como a las demás incontables víctimas.

Desde ese día la Minotaura cambio un tanto, cada vez se detenía más y más a escuchar a sus víctimas, algunos podían durar horas hablándole, pero cuando daban signos de querer escapar, era cuando ella decidía darse una sabrosa comilona.

También decían las encargadas del laberinto que durante los días en que no había ofrendas, la Minotaura parecía de algún modo reflexionar, como si la criatura pudiera entender o al menos trataba de recordar su pasado humano.

— Malditas Diosas, crueles y tontas — pensó para sus adentros Alcipe.

¿Cómo y cuándo habían decidido las diosas ese destino para su amiga la Reina Licasta?, era una pregunta que ella misma sabía que no tenía respuesta, simplemente ellas podían hacer ese tipo de cosas y no daban explicaciones. Tan solo elegían al azar a una persona para hacerla desdichada, como parte de un juego divertido. No se les podía cuestionar: una vez que maldijeron a Licasta, ya no habría modo de volver atrás. Prácticamente, su amiga había muerto el día en que amaneció con cabeza de Toro.

Pero la duda la sobrecogía, Alcipe de algún modo intuía que en alguna parte de la mente de la bestia (si es que tenía alguna mente) debía estar escondida la voluntad y bondad de Licasta.

Era algo en lo que Alcipe no quería profundizar, trataba ella misma de imaginarse en el lugar de su amiga, le sobrecogía pensar que de un día para otro amaneciera ella misma convertida en un monstruo de apetito insaciable por la carne, desprovisto de alma y sentimientos. Y para colmo: Encerrada en una cárcel, porque eso era el laberinto: Un sitio sin libertad, un laberinto destinado a divertir a las masas a costa de las desdichas tanto de las víctimas como del engendro infernal que habitaba allí.

¿Monstruo o Licasta? La quietud de la noche acentuaba el eco de sus reflexiones. Pensó en cómo Licasta, ahora la temida Minotaura, debía vagar por los interminables pasillos del laberinto, atrapada en una existencia de sufrimiento y soledad. La transformación de Licasta no solo había afectado su cuerpo, sino que había destruido todo lo que ella era: una reina sabia y justa, ahora convertida en un remedo de ser viviente.

— Tal vez — murmuró Alcipe  — la verdadera tragedia no sea el duro castigo, sino nuestra incapacidad para ver más allá de ello. 

Decidió en ese momento buscar una campeóna que pusiera fin a los días de sufrimiento de Licasta, estaba asqueada de tantos sacrificios inútiles y por encima de todo sabía que era el único modo de liberar a su amiga, tal vez incluso era la voluntad de las diosas la que se manifestaba.

Laberinto

— Mami, cuéntame otra vez la historia de la Minotaura — dijo la pequeña Yápije de escasos 4 años. — No sé porque te encanta escuchar esa ley...